La casa es fresca; húmeda durante las noches, aun en verano. Está en el norte,
en el extremo de la única calle del pueblo, elevada sobre un alto y sólido sardinel
de cemento. El quicio alto, sin escalinatas, el largosalón sensiblemente desamueblado,
con dos ventanas de cuerpo entero sobre la calle, es quizá lo único que permite
distinguirla de las otras casas del pueblo. Nadie recuerdo haber visto los cuatro
mecedores de bejuco en sitio distinto ni posición diferente: colocados en cuadro,
en el centro de la sala, con la apariencia de que hubieran perdido la facultad de
proporcionar descanso y tuvieran ahora una simple e inútil función ornamental.
ahora hay un gramófono en el rincón junto a la niña inválida. Pero antes, durante los
primeros años del siglo, la casa fue silenciosa, desolada; quizá la más silenciosa y
desolada del pueblo, con ese inmenso salón ocupado apenas por los cuatro (...)
(ahora el tinajero tiene un filtro de piedra, con musgo) en el rincón opuesto al de la niña.
Al lado y lado de la puerta que conduce al dormitorio único, hay dos retratos antiguos,
señalados con una cinta funeraria. El aire mismo, dentro del salón, es de una
severidad fría, pero elemental y sana, como el atadillo de ropa matrimonial que se
mece en el dintel del dormitorio o como el seco rampo de sábila que decora por dentro
el umbral de la calle.
Cuando Aureliano Buendía regresó al pueblo, la guerra civil había terminado.
Tal vez al nuevo coronel no le quedaba nada del áspero peregrinaje. Le quedaba apenas
el título militar y una vaga inconciencia de su desastre. Pero le quedaba también
la mitad de la muerte del último Buendía y una ración entera de hambre.
Le quedaba la nostalgia de la domesticidad y el deseo de tener una casa tranquila,
apacible, sin guerra, que tuviera un quicio alto para el sol y una hamaca en el patio,
entre dos horcones.
En el pueblo, donde estuvo la casa de sus mayores, el coronel y su esposa encontraron
apenas las raíces de los horcones incinerados y el alto terraplén, barrido ya por
el viento de todos los días. Nadie hubiera reconocido el lugar donde hubo antes
una casa. «Tan claro, tan limpio estaba todo», ha dicho el coronel, recordando.
Pero entre las cenizas donde estuvo el patio de atrás reverdecía aún el almendro,
como un Cristo entre los escombros, junto al cuartito de madera del excusado.
El árbol, de un lado, era el mismo que sombreó el patio de los viejos Buendía.
Pero del otro, del lado que caía sobre la casa, se estiraban las ramas funerarias,
carbonizadas, como si medio almendro estuviera en otoño y la otra mitad en
primavera. El coronel recordaba la casa destruida. La recordaba por su claridad,
por la desordenada música, hecha con el desperdicio de todos los ruidos que la
habitaba hasta desbordarla. Pero recordaba también el agrio y penetrante olor de
la letrina junto al almendro y el interior del cuartito cargado de silencios profundos,
repartido en espacios vegetales. Entre los escombros, removiendo la tierra mientras
barría, encontró doña Soledad un San Rafael de yeso con un ala quebrada,
y un vaso de lámpara. Allí construyeron la casa, con el frente hacia la puesta de
l sol; en dirección opuesta a la que tuvo la de los Buendía muertos en la guerra.
La construcción se inició cuando dejó de llover, sin preparativos, sin orden preconcebido.
En el hueco donde se pararía el primer horcón, ajustaron el San Rafael de yeso,
sin ninguna ceremonia. Tal vez el coronel no lo pensó así cuando hacía el trazado
sobre la tierra, pero junto al almendro,donde estuvo el excusado, el aire quedó
con la misma densidad de frescura que tuvo cuando ese sitio era el patio de atrás.
De manera que cuando se cavaron los cuatro huecos y se dijo:
«Así va a ser la casa, con una sala grande para que jueguen los niños», ya lo mejor
de ella estaba hecho. Fue como si los hombres que tomaron las medidas del aire
hubieran marcado los límites de la casa exactamente donde terminaba el silencio
del patio. Porque cuando se levantaron los cuatro horcones, el espacio cercado era ya
limpio y húmedo, como es ahora la casa. Adentro quedaron encerrados la frescura
del árbol y el profundo y misterioso silencio de la letrina. Afuera quedó el pueblo, con el
calor y los ruidos. Y tres meses más tarde, cuando se construyó el techo,
cuando se embarraron las paredes y se montaron las puertas, el interior de la casa
siguió teniendo -todavía- algo de patio.